Habia una vez un niño que vivia solo con su tia en una pequeña cabaña en lo mas alto de la montaña. Todas las mañnas iba a la escuela andando. El pobre niño tardaba más de dos horas en llegar y tenía que atravesar caminos mui peligrosos, cruzar un acantilado por un puente mui endeble de madera y además sus zapatos estaban tan rotos que el pobre niño llevaba los pies llenos de heridas.
En la escuela no tenía muchos amigos, preferia pasar sus ratos libre dibujando las montañas donde vivia. Las dibujada nevadas o llenas de flores en primavera, con las ovejas pastando y los agricultores recogiendo la cosecha. No le importaba lo que hablasen de él, ni siquiera se lamentaba por no poder hablar con nadie. Simplemente sonreía cuando acababa un dibujo y contento regresaba a su casa para enseñárselo a su tia.
Al llegar a casa su tia le tenia preparada la comida que el recibía con enorme gratitud, mientras la mostraba su último dibujo.
Su tía era una mujer tímida hasta en la más absoluta soledad. Hace tiempo que dejó de pronunciar palabra, tanto que el niño nunca la habia oido hablar, se comunicaba con ella a través del lenguaje de signos. Su tio fue quien le enseñó todo: a cortar la leña, cuidar del ganado, hacer queso… infinidad de cosas. Pero éste murió hace unos 5 años sin desvelar al niño el secreto de la mudez de su tia.
Dia tras dia el niño hacia su recorrido a la escuela para luego volver a los trabajos de su hogar. Asi hasta que cumplió la mayoria de edad y se vio obligado a no acudir al colegio nunca más. El joven sintió que algo dentro de él habia muerto, que algo se habia acabado y lo peor, que jamás volveria. No podría volver a pintar sus montañas, no tendria dibujos que traerle a su tia, ni tampoco sueños que tener por la noche para poder levantarse al dia siguiente. Nada tenia sentido si no podia volver a dibujar sus queridas montañas. Nada…
El joven pasó un verano de cálida tristeza, cuidando de su tia, de la casa y de las tierras. Pensando cada dia en como acabar con su sufrimiento.
Un dia llevó a las ovejas un alto muy alto de las montañas. Pretendió subir tan alto que hubo un terrible desprendimiento que le precipitó a él y a las ovejas al vacío.
Todas las ovejas murieron. Acabaron enterradas en rocas. El joven salió como buenamente pudo de debajo de las piedras hasta llegar a un claro de hierba. Sus ropas estaban desgarradas, la nariz le sangraba a borbotones, su hombro esta desencajado y las piernas llenas de arañazos y cortes. Pasó tres dias enteros alli hasta que lo encontraron.
Cuando lo hicieron, el joven habia utilizado la sangre de las ovejas para hacer dibujar en la hierba sus montañas. Todas las ovejas estaban desangradas y el campo se encontraba completamente vestido de rojo. Pero el joven tenia en su cara un tierna y dulce sonrisa de felicidad.
jueves, 19 de febrero de 2009
martes, 17 de febrero de 2009
Reboloteo en las calles de Madrid

Últimamente el frío ha terminado por ahogar mis palabras. Todavía recuerdo los días en que escribía en trozos de periódico, panfletos de publicidad, carteles de mi calle… Recuerdo que me encantaba escribir en los rollos eternos de papel higiénico, que “tomaba prestados” en algún bar donde entraba a asearme.
Escribía la vida que muchos repugnan, la vida que muchos viven y que yo escogí, una vida fuera de la torturante rutina, del acoso del consumismo y del calor del dinero. Vivo en la fría calle. Aquí el caos reina en todos los lugares que una mente humana no es capaz de abarcar, y, por ello, la mayoría de los que servimos en tan gran colmena, perdemos la cabeza. Se nos va el juicio a cada imagen, con cada desprecio mostrado y más aún, con la punzante empatía del dolor ajeno.
Dónde vosotros veis lujuria, yo veo gafas y prepotentes trajes. Donde veis mendigos, yo veo escaparates creciendo a cada paso en su interior. Cuando soltáis una moneda lo hacéis para no cargar con más peso a vuestra dulce conciencia, para no acrecentar vuestro dolor de cuello que tanto os agota por las noches. El vuelco de vuestro estómago al ver la sangre que las drogas derraman, no es síntoma de conservar un alma noble que permanece pura, sino el recuerdo de la película que anoche te hizo llorar.
Creo que la ciudad ha acabado por encoger mi cuerpo y ocultar mi cara, pero no puedo despegarme de sus aceras. Apenas me siento libre cuando no estoy pisándolas. Me creo su reina y señora, conocedora de todo rincón y toda persona que en ellas vive y muere, de cada perro al que alimento y cada alma a la que ayudo.
Pero me siento débil, absurdamente inútil dentro ella. He perdido todas mis cualidades que me hacían grande hasta en la avenida más extensa. Mi espalda se ha corvado, mis piernas son copias de cualquier mondadientes que pueda usar un “honrado burgués”, mi vista se ha nublado, mi oído se ha silenciado, mis huesos se quiebran, lo noto a cada paso que doy, y mi corazón… mi corazón me grita su fatiga, su asfixia de dura vida.
Todas las semanas acudo a cualquier centro de la cruz roja que encuentre por las calles y les hablo de mi dolor. Les hablo hasta de lo que no me duele, porque ya no encuentro refugio en la soledad. Cada vez es más difícil y soy consciente como la locura sale de mi boca. Ellos me dan penicilina y con suerte una taza de leche caliente (saben que no me gusta el café, que me agria más aún el carácter), luego me despiden con un: “Cuídese” o un “mejórese”. Pero sigo encontrándome sola, en una ciudad que se encuentra apunto del desborde, en la que no encuentro lugar ni en el parque más verde ni en el callejón más oscuro.
Trato de ocupar todo mi tiempo, cada vez más largo, en toda cosa que cualquiera haría pero que nadie hace. La semana pasada estuve en la plaza de España, recogiendo la basura que rodea al mercadillo artesano que tanta agitación acoge, día sí y día también. Notaba como mi espalda rompía cada vez que me agachaba a recoger un vidrio, un plástico o la más oxidada lata de atún. Sentía el frío en mis viejas manos pero también me notaba tremendamente satisfecha, y recorría la plaza lo más rápido que podían mis cortas piernas, recogiendo cualquier cosa, porque somos un tremendo generador de basura, y estuve hasta el atardecer despoblando al parque de toda vacía contaminación.
Las muchas horas que estuve allí, me acompañó, aunque sin saberlo, una de tantos mimos que reproduce Madrid. Notaba como caía su cuerpo agotado cada minuto que pasaba y, al mismo tiempo, crecía mi culpabilidad por haberme quejado yo de soledad. Ella aguantaba horas con sus pensamientos, sus preocupaciones, sin pronunciar palabra y apenas movimiento, para acabar la jornada y contar las monedas con los dedos de una mano. Su maquillaje plateado no ocultaba su ojeroso cansancio, y el temblor de sus piernas, debajo de sus faldas, no ocultaba el frío del invierno.
No sabía que hacer por una persona tan tierna que, sin duda alguna, no buscaba más que dinero para comer, para poder vivir en una vida que margina a los que carecen de él y enloquece a los que no lo necesitan. Yo no tengo dinero, no lo quiero, no lo busco ni lo deseo, y pensé en lo que yo querría recibir en mi cestito de mimbre si lo tuviera.
Volví a recorrer el parque que numerosas veces había recorrido a lo largo de la tarde y comencé a coger flores. La hierba estaba húmeda y fría, y mi espalda arañaba mi interior a cada movimiento, pero no podía parar. Cogí de muchos colores, cualquiera llamaba mi atención, hasta la más fea y moribunda de las flores, aquellas más pequeñitas y pisadas, en las que nadie se fija. Las junté todas en un ramo y las posé suave y lentamente al lado de su cesto. Después de eso la miré fijamente a los ojos y me di cuenta que, a pesar de su madurez, estaban llenos de lágrimas. Me devolvió la mirada y salió de su estado inmóvil para hacerme una reverencia y tocarme con su barita en mi recogido pelo de anciana. Ambas nos dedicamos una bonita sonrisa que pareció durar horas en lo que en verdad fueron segundos, y yo continué mi camino sin ningún rumbo fijo que seguir.
Ese día dormí en el cine Palacio de la música, obra del arquitecto Secundino Zuazo, que cerraron hace años afortunadamente para nosotros. Dormí entre mantas y cartones con Sebas, un joven de Ponferrada que llegó a Madrid arañando por una vida nueva, lleno de incertidumbre y camuflada inocencia. No duró curtido más de un año porque las drogas desviaron su mirada de sus sueños para apagarla lentamente en un calvario sin retorno. Hace tiempo que no se mueve del Palacio de la Música. Se queda ahí todo el día sin ni siquiera removerse entre sus matas, mientras el resto le llevamos comida, agua y medicamentos. Nunca lo he oído hablar, pero los que dicen haberlo oído cuentan que dejó de hacerlo porque solo hablaba para pedir por drogas y sintiéndose verdaderamente enfermo de alma, hizo un intento por mejorarla lo antes posible, y no se le ocurrió otra solución. A veces noto como tiembla dentro de sus matas. Gime y patalea. Cuando eso ocurre, todos procuramos no mirarlo a la cara porque sus ojos se hayan poseídos por la furia y la ira, negros como el más sucio carbón y abiertos sin apenas pestañear, con un gesto de pesada tristeza que te obliga a volverte esclava de sus deseos. Creo que si hubiera tenido un hijo sentiría un amor muy parecido al que siento por Sebas. La necesidad que tengo de cuidarle me hace inmensamente feliz y sentirme viva, con mi corazón latiendo rápida y fuertemente cuando estoy con él.
Esa noche me ofreció unas mantas cerca de su lado y ahí caímos los dos en profundos sueños de paraísos tropicales, con palmeras gigantescas, donde los monos saltan de una a otra para llevar cocos, y si cuentas con una pésima suerte, quizás alguno llegue a caer en tu cabeza. La playa estaría desierta, el roce de la arena en tus pies haría sentirte joven, notando tu piel suave y caliente por el sol, y el agua del mar no sería fría, contaría con la temperatura ideal para refrescarte y bucear, descifrando las maravillas que oculta el fondo marino, formando parte de él, notando que no te ahoga la profundidad… Pero pronto nos despertamos con el ruidoso amanecer, como cada día coches, semáforos, luces se encargan de castigar su belleza y romper la historia de un placentero sueño.
Temerosa, paso mis enfermos días en esta ciudad, llenando mi interior con aquello que sirva de utilidad. Observando todo mi alrededor y aquellos que lo ocupan, siendo cualquiera de vosotros sentados en frente de un televisor, o sacando fotos a la numerosa pobreza para luego ganar una exposición a nivel nacional. Agotaré mis cortos días de vida exprimiendo la ciudad como lo he hecho tantos años. Se que ella acabará conmigo, me dejará sola, en cualquier polvorienta esquina, y pediré a los que me presten ayuda que anhelo fundirme con ella, tanto, como hubiera deseado comprenderla.
Escribía la vida que muchos repugnan, la vida que muchos viven y que yo escogí, una vida fuera de la torturante rutina, del acoso del consumismo y del calor del dinero. Vivo en la fría calle. Aquí el caos reina en todos los lugares que una mente humana no es capaz de abarcar, y, por ello, la mayoría de los que servimos en tan gran colmena, perdemos la cabeza. Se nos va el juicio a cada imagen, con cada desprecio mostrado y más aún, con la punzante empatía del dolor ajeno.
Dónde vosotros veis lujuria, yo veo gafas y prepotentes trajes. Donde veis mendigos, yo veo escaparates creciendo a cada paso en su interior. Cuando soltáis una moneda lo hacéis para no cargar con más peso a vuestra dulce conciencia, para no acrecentar vuestro dolor de cuello que tanto os agota por las noches. El vuelco de vuestro estómago al ver la sangre que las drogas derraman, no es síntoma de conservar un alma noble que permanece pura, sino el recuerdo de la película que anoche te hizo llorar.
Creo que la ciudad ha acabado por encoger mi cuerpo y ocultar mi cara, pero no puedo despegarme de sus aceras. Apenas me siento libre cuando no estoy pisándolas. Me creo su reina y señora, conocedora de todo rincón y toda persona que en ellas vive y muere, de cada perro al que alimento y cada alma a la que ayudo.
Pero me siento débil, absurdamente inútil dentro ella. He perdido todas mis cualidades que me hacían grande hasta en la avenida más extensa. Mi espalda se ha corvado, mis piernas son copias de cualquier mondadientes que pueda usar un “honrado burgués”, mi vista se ha nublado, mi oído se ha silenciado, mis huesos se quiebran, lo noto a cada paso que doy, y mi corazón… mi corazón me grita su fatiga, su asfixia de dura vida.
Todas las semanas acudo a cualquier centro de la cruz roja que encuentre por las calles y les hablo de mi dolor. Les hablo hasta de lo que no me duele, porque ya no encuentro refugio en la soledad. Cada vez es más difícil y soy consciente como la locura sale de mi boca. Ellos me dan penicilina y con suerte una taza de leche caliente (saben que no me gusta el café, que me agria más aún el carácter), luego me despiden con un: “Cuídese” o un “mejórese”. Pero sigo encontrándome sola, en una ciudad que se encuentra apunto del desborde, en la que no encuentro lugar ni en el parque más verde ni en el callejón más oscuro.
Trato de ocupar todo mi tiempo, cada vez más largo, en toda cosa que cualquiera haría pero que nadie hace. La semana pasada estuve en la plaza de España, recogiendo la basura que rodea al mercadillo artesano que tanta agitación acoge, día sí y día también. Notaba como mi espalda rompía cada vez que me agachaba a recoger un vidrio, un plástico o la más oxidada lata de atún. Sentía el frío en mis viejas manos pero también me notaba tremendamente satisfecha, y recorría la plaza lo más rápido que podían mis cortas piernas, recogiendo cualquier cosa, porque somos un tremendo generador de basura, y estuve hasta el atardecer despoblando al parque de toda vacía contaminación.
Las muchas horas que estuve allí, me acompañó, aunque sin saberlo, una de tantos mimos que reproduce Madrid. Notaba como caía su cuerpo agotado cada minuto que pasaba y, al mismo tiempo, crecía mi culpabilidad por haberme quejado yo de soledad. Ella aguantaba horas con sus pensamientos, sus preocupaciones, sin pronunciar palabra y apenas movimiento, para acabar la jornada y contar las monedas con los dedos de una mano. Su maquillaje plateado no ocultaba su ojeroso cansancio, y el temblor de sus piernas, debajo de sus faldas, no ocultaba el frío del invierno.
No sabía que hacer por una persona tan tierna que, sin duda alguna, no buscaba más que dinero para comer, para poder vivir en una vida que margina a los que carecen de él y enloquece a los que no lo necesitan. Yo no tengo dinero, no lo quiero, no lo busco ni lo deseo, y pensé en lo que yo querría recibir en mi cestito de mimbre si lo tuviera.
Volví a recorrer el parque que numerosas veces había recorrido a lo largo de la tarde y comencé a coger flores. La hierba estaba húmeda y fría, y mi espalda arañaba mi interior a cada movimiento, pero no podía parar. Cogí de muchos colores, cualquiera llamaba mi atención, hasta la más fea y moribunda de las flores, aquellas más pequeñitas y pisadas, en las que nadie se fija. Las junté todas en un ramo y las posé suave y lentamente al lado de su cesto. Después de eso la miré fijamente a los ojos y me di cuenta que, a pesar de su madurez, estaban llenos de lágrimas. Me devolvió la mirada y salió de su estado inmóvil para hacerme una reverencia y tocarme con su barita en mi recogido pelo de anciana. Ambas nos dedicamos una bonita sonrisa que pareció durar horas en lo que en verdad fueron segundos, y yo continué mi camino sin ningún rumbo fijo que seguir.
Ese día dormí en el cine Palacio de la música, obra del arquitecto Secundino Zuazo, que cerraron hace años afortunadamente para nosotros. Dormí entre mantas y cartones con Sebas, un joven de Ponferrada que llegó a Madrid arañando por una vida nueva, lleno de incertidumbre y camuflada inocencia. No duró curtido más de un año porque las drogas desviaron su mirada de sus sueños para apagarla lentamente en un calvario sin retorno. Hace tiempo que no se mueve del Palacio de la Música. Se queda ahí todo el día sin ni siquiera removerse entre sus matas, mientras el resto le llevamos comida, agua y medicamentos. Nunca lo he oído hablar, pero los que dicen haberlo oído cuentan que dejó de hacerlo porque solo hablaba para pedir por drogas y sintiéndose verdaderamente enfermo de alma, hizo un intento por mejorarla lo antes posible, y no se le ocurrió otra solución. A veces noto como tiembla dentro de sus matas. Gime y patalea. Cuando eso ocurre, todos procuramos no mirarlo a la cara porque sus ojos se hayan poseídos por la furia y la ira, negros como el más sucio carbón y abiertos sin apenas pestañear, con un gesto de pesada tristeza que te obliga a volverte esclava de sus deseos. Creo que si hubiera tenido un hijo sentiría un amor muy parecido al que siento por Sebas. La necesidad que tengo de cuidarle me hace inmensamente feliz y sentirme viva, con mi corazón latiendo rápida y fuertemente cuando estoy con él.
Esa noche me ofreció unas mantas cerca de su lado y ahí caímos los dos en profundos sueños de paraísos tropicales, con palmeras gigantescas, donde los monos saltan de una a otra para llevar cocos, y si cuentas con una pésima suerte, quizás alguno llegue a caer en tu cabeza. La playa estaría desierta, el roce de la arena en tus pies haría sentirte joven, notando tu piel suave y caliente por el sol, y el agua del mar no sería fría, contaría con la temperatura ideal para refrescarte y bucear, descifrando las maravillas que oculta el fondo marino, formando parte de él, notando que no te ahoga la profundidad… Pero pronto nos despertamos con el ruidoso amanecer, como cada día coches, semáforos, luces se encargan de castigar su belleza y romper la historia de un placentero sueño.
Temerosa, paso mis enfermos días en esta ciudad, llenando mi interior con aquello que sirva de utilidad. Observando todo mi alrededor y aquellos que lo ocupan, siendo cualquiera de vosotros sentados en frente de un televisor, o sacando fotos a la numerosa pobreza para luego ganar una exposición a nivel nacional. Agotaré mis cortos días de vida exprimiendo la ciudad como lo he hecho tantos años. Se que ella acabará conmigo, me dejará sola, en cualquier polvorienta esquina, y pediré a los que me presten ayuda que anhelo fundirme con ella, tanto, como hubiera deseado comprenderla.
lunes, 9 de febrero de 2009
"Pasé la lengua por mi labio superior can gran delicadeza.Lo hice una y otra vez hasta que quedó brillante y húmedo, le agarré la mano fuerte para que se diera cuenta del miedo que sentía.Me negué en rotundo a mirarle a los ojos, ni siquiera podia mirar a otra parte que no fuera el suelo. Pensaba y daba vueltas a todo lo ocurrido. Intentaba poner los recuerdos en orden para encontrar las palabras exactas y empezar a contar.Él me hablaba a susurros, notaba su cálido aliento en mi oreja, sentía su rostro a escasos centímetros... seguía sin poder hablar.Jugueteaba con el cordón de su pulsera y retorcia los pies contra el suelo como si les hubiera odiado por feos toda la vida.Y sus susurros constantes seguian encerrados en mi cabeza...Aguanté sin hablar largo tiempo.Al final le miré a los ojos, sólo para que parase de susurrar, no podía soportarlo. Intenté esconder mi mirada con el pelo pero no fue suficiente. Soltó mi mano cual hortiga y se marchó.No volvió la mirada atrás. Su paso fue firme y contundente. El portazo fue lo que hizo que saliera del trance. Me miré la mano, estaba cerrada en un puño. No prentendí abrirla hasta después de una hora, cuando estuviera preparada para ver el cordón de su pulsera yaciendo solo, sobre mi mano."
sábado, 7 de febrero de 2009
El cuaderno

Me gustaria poder ser mas concisa de lo que soy cada día, y cuando digo concisa, digo más clara, no menos sincera. Creo que podria desarrollar una vida mas amena, discreta y fácil para mi alrededor, si me acompañara un traductor que dijera todo lo que yo no se expresar.
Puedo contar con los dedos de mi mano las veces que mi cabeza ha desconectado de tal forma que entro en crisis para el resto del mundo, que la propia ausencia, el despliegue de emociones dentro de un mismo espacio, el tiempo que pesa y se aleja, la comida reflejada en tu ropa pegada a la piel y el suelo lleno de trozos de ayuda desprestigiada son la forma de salir del pensadero, y de alguna forma, volver.
La mayoria de fuerzas gastadas a lo largo de mi vida han ido a parar siempre a intentar explicar… cualkier cosa. El fracaso de mis intentos me ha llevado a mi propia incomprensión y prefiero oír un juicio absurdo y barato que consiga describirme, que agotarme.
Hace mucho opté por la vida cómoda y sencilla, pero también sola, ya que yo misma planifiqué inconscientemente mis días.
Al pasar a un lado tan pasivo en mi propia vida, la inmediatez de un desahogo, de una explosión comenzaba a incentivarse poko a poko. Una noche comencé a buscar por mi casa sin saber exactamente lo que buscaba: revolví armarios, miré libros, abri cajas, destrocé cajones… pero al final caí en mi cama, intentando, tal vez, buscar el sueño profundo. Pero encontré lo que anhelaba, lo que realmente queria y me ayudaria: un cuaderno pekeño, sin tapas, con la mitad de las ojas anrancads, aqel que viste tirado en mi cuarto y que con tanto miedo intentaba esconder.
A partir de ahí escribía en él siempre que lo necesitaba, a veces hasta 4 veces al dia y jamás lo sacaba de casa. Escribia lo que fuera, cualkier cosa que se me viniera a la cabeza, aunke solo fuesen palabras sueltas y sin sentido. La mayoria de las cosas las escribia dirigidas a mi misma, en forma de consejos o simples recordatorios que me hicieran daño y asi pudiera aparcarlos y olvidarlos. Escribia tanto estuviera bien como mal, la cuestión era escribir para, seguidamente, leerlo.
Nada de metáforas, nada que embelleciera la escritura… sólo lo que pensaba, lo que queria decir y no queria, lo que nadie se imaginaba que pasara por mis ojos…
Así desarrollé una escritura mui difícil de apreciar y comprender para los demás, mui dolorosa, con una negra ironía tremendamente incomprensible, que afectaba suciamente al que la leía, y que, todavía ahora, no ha cambiado del todo.
Pero no habia nada mas sincero que saliera de mi, nada más auténtico y mas conciso…
Cuando escribo soi yo.
No soy yo pensando en mi madre, ni en beber o fumar, ni en los demás, ni en mi propio fracaso, ni en decepcionar y ser decepcionada, ni en contar historias, ni en sufrir de nuevo…
Soy yo, solamente.
Pasó mucho tiempo, y el cuaderno dejó de acompañarme. Mis visitas fueron reduciéndose y acortándose notablemente, escribiendo mas por rutina y compromiso que por deseo. Finalmente no volví a sacar el cuaderno del cajón de la mesita, y ese dia no tiene ni fecha ni hora ni espacio. No se cuando fue ni porqué, pero dejé de hacerlo y ocupé mi cabeza con otras lecturas que tampoco recuerdo, y kizás haya borrado sin darme apenas cuenta de este paso.
Se que mi estado anímico no había cambiado, al contrario, creo que seguí mas o menos actuando en el teatro que me estaba enfermando cada vez más y que tanto odiaba.
Pero empezó a llover, a hacer frío y a sentirme viva. Comencé a soñar pero perfectamente despierta. Tenia todas las de perder, pero a la vez nada, y estabas tan cerca y estaba tan feliz…
Que una noche encontré el cuaderno y lo leí. Leí toda la noche. Leí despacio, demasiado despacio, para poder recordar porké había escrito cada una de las palabras y encajarlas en momentos. Cuando concluí, me invadió un tristeza que hacia mucho tiempo que no sentía y que no habia pedido; por ello me prometí a mi misma que siempre que pensara que me iban mal las cosas, que mi interior estaba agotado o que no había pañuelo que secara mis lagrimas, leería el cuaderno y así recordaría el pozo que yo misma había cavado y que, inconscientemente, había tapado.
Puedo contar con los dedos de mi mano las veces que mi cabeza ha desconectado de tal forma que entro en crisis para el resto del mundo, que la propia ausencia, el despliegue de emociones dentro de un mismo espacio, el tiempo que pesa y se aleja, la comida reflejada en tu ropa pegada a la piel y el suelo lleno de trozos de ayuda desprestigiada son la forma de salir del pensadero, y de alguna forma, volver.
La mayoria de fuerzas gastadas a lo largo de mi vida han ido a parar siempre a intentar explicar… cualkier cosa. El fracaso de mis intentos me ha llevado a mi propia incomprensión y prefiero oír un juicio absurdo y barato que consiga describirme, que agotarme.
Hace mucho opté por la vida cómoda y sencilla, pero también sola, ya que yo misma planifiqué inconscientemente mis días.
Al pasar a un lado tan pasivo en mi propia vida, la inmediatez de un desahogo, de una explosión comenzaba a incentivarse poko a poko. Una noche comencé a buscar por mi casa sin saber exactamente lo que buscaba: revolví armarios, miré libros, abri cajas, destrocé cajones… pero al final caí en mi cama, intentando, tal vez, buscar el sueño profundo. Pero encontré lo que anhelaba, lo que realmente queria y me ayudaria: un cuaderno pekeño, sin tapas, con la mitad de las ojas anrancads, aqel que viste tirado en mi cuarto y que con tanto miedo intentaba esconder.
A partir de ahí escribía en él siempre que lo necesitaba, a veces hasta 4 veces al dia y jamás lo sacaba de casa. Escribia lo que fuera, cualkier cosa que se me viniera a la cabeza, aunke solo fuesen palabras sueltas y sin sentido. La mayoria de las cosas las escribia dirigidas a mi misma, en forma de consejos o simples recordatorios que me hicieran daño y asi pudiera aparcarlos y olvidarlos. Escribia tanto estuviera bien como mal, la cuestión era escribir para, seguidamente, leerlo.
Nada de metáforas, nada que embelleciera la escritura… sólo lo que pensaba, lo que queria decir y no queria, lo que nadie se imaginaba que pasara por mis ojos…
Así desarrollé una escritura mui difícil de apreciar y comprender para los demás, mui dolorosa, con una negra ironía tremendamente incomprensible, que afectaba suciamente al que la leía, y que, todavía ahora, no ha cambiado del todo.
Pero no habia nada mas sincero que saliera de mi, nada más auténtico y mas conciso…
Cuando escribo soi yo.
No soy yo pensando en mi madre, ni en beber o fumar, ni en los demás, ni en mi propio fracaso, ni en decepcionar y ser decepcionada, ni en contar historias, ni en sufrir de nuevo…
Soy yo, solamente.
Pasó mucho tiempo, y el cuaderno dejó de acompañarme. Mis visitas fueron reduciéndose y acortándose notablemente, escribiendo mas por rutina y compromiso que por deseo. Finalmente no volví a sacar el cuaderno del cajón de la mesita, y ese dia no tiene ni fecha ni hora ni espacio. No se cuando fue ni porqué, pero dejé de hacerlo y ocupé mi cabeza con otras lecturas que tampoco recuerdo, y kizás haya borrado sin darme apenas cuenta de este paso.
Se que mi estado anímico no había cambiado, al contrario, creo que seguí mas o menos actuando en el teatro que me estaba enfermando cada vez más y que tanto odiaba.
Pero empezó a llover, a hacer frío y a sentirme viva. Comencé a soñar pero perfectamente despierta. Tenia todas las de perder, pero a la vez nada, y estabas tan cerca y estaba tan feliz…
Que una noche encontré el cuaderno y lo leí. Leí toda la noche. Leí despacio, demasiado despacio, para poder recordar porké había escrito cada una de las palabras y encajarlas en momentos. Cuando concluí, me invadió un tristeza que hacia mucho tiempo que no sentía y que no habia pedido; por ello me prometí a mi misma que siempre que pensara que me iban mal las cosas, que mi interior estaba agotado o que no había pañuelo que secara mis lagrimas, leería el cuaderno y así recordaría el pozo que yo misma había cavado y que, inconscientemente, había tapado.
jueves, 5 de febrero de 2009
Pensar, soñar, amar
Suenan los grandes circulos de las aceras en todas las ruidosas esquinas. Ladran los camareros, a tu oído, basuras sin importancia y desde el balcón tu abuelo mira como el camión de la basura hace su elaborado trabajo.Todo derivado de la apertura del dichoso paraguas en el umbral de la puerta de casa. La duda se presentó aporreando la puerta sin percatarse de tu blanca sordera. Que roze tan absurdo el de dos malditas espaldas, el de dos uñas largas o el de dos cejas cercanas.cuan pura la triste mirada de lo inexistente, detrás de la fantasian de un hola que nunca oiste y de una musica que siempre escuchaste. Cubierta por la gruesa manta de la inútil y tan odiada incertidumbre que te impulsa a seguir pensando y otra vez la jodida sonrisa que rodea tu cara y se ata con dos lazos en los hoyuelos.Y finalmente, con un leve hormigueo que comienza en los dedos de las manos y termina en la parte trasera de la sesera, incustras tu jugoso cuerpo entre las sabanas y tiras de las mantas hasta que cubren el ano de la cara y puedes felizmente cerrar los ojos por vacaciones.http://www.goear.com/listen.php?v=81aa895
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