
Últimamente el frío ha terminado por ahogar mis palabras. Todavía recuerdo los días en que escribía en trozos de periódico, panfletos de publicidad, carteles de mi calle… Recuerdo que me encantaba escribir en los rollos eternos de papel higiénico, que “tomaba prestados” en algún bar donde entraba a asearme.
Escribía la vida que muchos repugnan, la vida que muchos viven y que yo escogí, una vida fuera de la torturante rutina, del acoso del consumismo y del calor del dinero. Vivo en la fría calle. Aquí el caos reina en todos los lugares que una mente humana no es capaz de abarcar, y, por ello, la mayoría de los que servimos en tan gran colmena, perdemos la cabeza. Se nos va el juicio a cada imagen, con cada desprecio mostrado y más aún, con la punzante empatía del dolor ajeno.
Dónde vosotros veis lujuria, yo veo gafas y prepotentes trajes. Donde veis mendigos, yo veo escaparates creciendo a cada paso en su interior. Cuando soltáis una moneda lo hacéis para no cargar con más peso a vuestra dulce conciencia, para no acrecentar vuestro dolor de cuello que tanto os agota por las noches. El vuelco de vuestro estómago al ver la sangre que las drogas derraman, no es síntoma de conservar un alma noble que permanece pura, sino el recuerdo de la película que anoche te hizo llorar.
Creo que la ciudad ha acabado por encoger mi cuerpo y ocultar mi cara, pero no puedo despegarme de sus aceras. Apenas me siento libre cuando no estoy pisándolas. Me creo su reina y señora, conocedora de todo rincón y toda persona que en ellas vive y muere, de cada perro al que alimento y cada alma a la que ayudo.
Pero me siento débil, absurdamente inútil dentro ella. He perdido todas mis cualidades que me hacían grande hasta en la avenida más extensa. Mi espalda se ha corvado, mis piernas son copias de cualquier mondadientes que pueda usar un “honrado burgués”, mi vista se ha nublado, mi oído se ha silenciado, mis huesos se quiebran, lo noto a cada paso que doy, y mi corazón… mi corazón me grita su fatiga, su asfixia de dura vida.
Todas las semanas acudo a cualquier centro de la cruz roja que encuentre por las calles y les hablo de mi dolor. Les hablo hasta de lo que no me duele, porque ya no encuentro refugio en la soledad. Cada vez es más difícil y soy consciente como la locura sale de mi boca. Ellos me dan penicilina y con suerte una taza de leche caliente (saben que no me gusta el café, que me agria más aún el carácter), luego me despiden con un: “Cuídese” o un “mejórese”. Pero sigo encontrándome sola, en una ciudad que se encuentra apunto del desborde, en la que no encuentro lugar ni en el parque más verde ni en el callejón más oscuro.
Trato de ocupar todo mi tiempo, cada vez más largo, en toda cosa que cualquiera haría pero que nadie hace. La semana pasada estuve en la plaza de España, recogiendo la basura que rodea al mercadillo artesano que tanta agitación acoge, día sí y día también. Notaba como mi espalda rompía cada vez que me agachaba a recoger un vidrio, un plástico o la más oxidada lata de atún. Sentía el frío en mis viejas manos pero también me notaba tremendamente satisfecha, y recorría la plaza lo más rápido que podían mis cortas piernas, recogiendo cualquier cosa, porque somos un tremendo generador de basura, y estuve hasta el atardecer despoblando al parque de toda vacía contaminación.
Las muchas horas que estuve allí, me acompañó, aunque sin saberlo, una de tantos mimos que reproduce Madrid. Notaba como caía su cuerpo agotado cada minuto que pasaba y, al mismo tiempo, crecía mi culpabilidad por haberme quejado yo de soledad. Ella aguantaba horas con sus pensamientos, sus preocupaciones, sin pronunciar palabra y apenas movimiento, para acabar la jornada y contar las monedas con los dedos de una mano. Su maquillaje plateado no ocultaba su ojeroso cansancio, y el temblor de sus piernas, debajo de sus faldas, no ocultaba el frío del invierno.
No sabía que hacer por una persona tan tierna que, sin duda alguna, no buscaba más que dinero para comer, para poder vivir en una vida que margina a los que carecen de él y enloquece a los que no lo necesitan. Yo no tengo dinero, no lo quiero, no lo busco ni lo deseo, y pensé en lo que yo querría recibir en mi cestito de mimbre si lo tuviera.
Volví a recorrer el parque que numerosas veces había recorrido a lo largo de la tarde y comencé a coger flores. La hierba estaba húmeda y fría, y mi espalda arañaba mi interior a cada movimiento, pero no podía parar. Cogí de muchos colores, cualquiera llamaba mi atención, hasta la más fea y moribunda de las flores, aquellas más pequeñitas y pisadas, en las que nadie se fija. Las junté todas en un ramo y las posé suave y lentamente al lado de su cesto. Después de eso la miré fijamente a los ojos y me di cuenta que, a pesar de su madurez, estaban llenos de lágrimas. Me devolvió la mirada y salió de su estado inmóvil para hacerme una reverencia y tocarme con su barita en mi recogido pelo de anciana. Ambas nos dedicamos una bonita sonrisa que pareció durar horas en lo que en verdad fueron segundos, y yo continué mi camino sin ningún rumbo fijo que seguir.
Ese día dormí en el cine Palacio de la música, obra del arquitecto Secundino Zuazo, que cerraron hace años afortunadamente para nosotros. Dormí entre mantas y cartones con Sebas, un joven de Ponferrada que llegó a Madrid arañando por una vida nueva, lleno de incertidumbre y camuflada inocencia. No duró curtido más de un año porque las drogas desviaron su mirada de sus sueños para apagarla lentamente en un calvario sin retorno. Hace tiempo que no se mueve del Palacio de la Música. Se queda ahí todo el día sin ni siquiera removerse entre sus matas, mientras el resto le llevamos comida, agua y medicamentos. Nunca lo he oído hablar, pero los que dicen haberlo oído cuentan que dejó de hacerlo porque solo hablaba para pedir por drogas y sintiéndose verdaderamente enfermo de alma, hizo un intento por mejorarla lo antes posible, y no se le ocurrió otra solución. A veces noto como tiembla dentro de sus matas. Gime y patalea. Cuando eso ocurre, todos procuramos no mirarlo a la cara porque sus ojos se hayan poseídos por la furia y la ira, negros como el más sucio carbón y abiertos sin apenas pestañear, con un gesto de pesada tristeza que te obliga a volverte esclava de sus deseos. Creo que si hubiera tenido un hijo sentiría un amor muy parecido al que siento por Sebas. La necesidad que tengo de cuidarle me hace inmensamente feliz y sentirme viva, con mi corazón latiendo rápida y fuertemente cuando estoy con él.
Esa noche me ofreció unas mantas cerca de su lado y ahí caímos los dos en profundos sueños de paraísos tropicales, con palmeras gigantescas, donde los monos saltan de una a otra para llevar cocos, y si cuentas con una pésima suerte, quizás alguno llegue a caer en tu cabeza. La playa estaría desierta, el roce de la arena en tus pies haría sentirte joven, notando tu piel suave y caliente por el sol, y el agua del mar no sería fría, contaría con la temperatura ideal para refrescarte y bucear, descifrando las maravillas que oculta el fondo marino, formando parte de él, notando que no te ahoga la profundidad… Pero pronto nos despertamos con el ruidoso amanecer, como cada día coches, semáforos, luces se encargan de castigar su belleza y romper la historia de un placentero sueño.
Temerosa, paso mis enfermos días en esta ciudad, llenando mi interior con aquello que sirva de utilidad. Observando todo mi alrededor y aquellos que lo ocupan, siendo cualquiera de vosotros sentados en frente de un televisor, o sacando fotos a la numerosa pobreza para luego ganar una exposición a nivel nacional. Agotaré mis cortos días de vida exprimiendo la ciudad como lo he hecho tantos años. Se que ella acabará conmigo, me dejará sola, en cualquier polvorienta esquina, y pediré a los que me presten ayuda que anhelo fundirme con ella, tanto, como hubiera deseado comprenderla.
Escribía la vida que muchos repugnan, la vida que muchos viven y que yo escogí, una vida fuera de la torturante rutina, del acoso del consumismo y del calor del dinero. Vivo en la fría calle. Aquí el caos reina en todos los lugares que una mente humana no es capaz de abarcar, y, por ello, la mayoría de los que servimos en tan gran colmena, perdemos la cabeza. Se nos va el juicio a cada imagen, con cada desprecio mostrado y más aún, con la punzante empatía del dolor ajeno.
Dónde vosotros veis lujuria, yo veo gafas y prepotentes trajes. Donde veis mendigos, yo veo escaparates creciendo a cada paso en su interior. Cuando soltáis una moneda lo hacéis para no cargar con más peso a vuestra dulce conciencia, para no acrecentar vuestro dolor de cuello que tanto os agota por las noches. El vuelco de vuestro estómago al ver la sangre que las drogas derraman, no es síntoma de conservar un alma noble que permanece pura, sino el recuerdo de la película que anoche te hizo llorar.
Creo que la ciudad ha acabado por encoger mi cuerpo y ocultar mi cara, pero no puedo despegarme de sus aceras. Apenas me siento libre cuando no estoy pisándolas. Me creo su reina y señora, conocedora de todo rincón y toda persona que en ellas vive y muere, de cada perro al que alimento y cada alma a la que ayudo.
Pero me siento débil, absurdamente inútil dentro ella. He perdido todas mis cualidades que me hacían grande hasta en la avenida más extensa. Mi espalda se ha corvado, mis piernas son copias de cualquier mondadientes que pueda usar un “honrado burgués”, mi vista se ha nublado, mi oído se ha silenciado, mis huesos se quiebran, lo noto a cada paso que doy, y mi corazón… mi corazón me grita su fatiga, su asfixia de dura vida.
Todas las semanas acudo a cualquier centro de la cruz roja que encuentre por las calles y les hablo de mi dolor. Les hablo hasta de lo que no me duele, porque ya no encuentro refugio en la soledad. Cada vez es más difícil y soy consciente como la locura sale de mi boca. Ellos me dan penicilina y con suerte una taza de leche caliente (saben que no me gusta el café, que me agria más aún el carácter), luego me despiden con un: “Cuídese” o un “mejórese”. Pero sigo encontrándome sola, en una ciudad que se encuentra apunto del desborde, en la que no encuentro lugar ni en el parque más verde ni en el callejón más oscuro.
Trato de ocupar todo mi tiempo, cada vez más largo, en toda cosa que cualquiera haría pero que nadie hace. La semana pasada estuve en la plaza de España, recogiendo la basura que rodea al mercadillo artesano que tanta agitación acoge, día sí y día también. Notaba como mi espalda rompía cada vez que me agachaba a recoger un vidrio, un plástico o la más oxidada lata de atún. Sentía el frío en mis viejas manos pero también me notaba tremendamente satisfecha, y recorría la plaza lo más rápido que podían mis cortas piernas, recogiendo cualquier cosa, porque somos un tremendo generador de basura, y estuve hasta el atardecer despoblando al parque de toda vacía contaminación.
Las muchas horas que estuve allí, me acompañó, aunque sin saberlo, una de tantos mimos que reproduce Madrid. Notaba como caía su cuerpo agotado cada minuto que pasaba y, al mismo tiempo, crecía mi culpabilidad por haberme quejado yo de soledad. Ella aguantaba horas con sus pensamientos, sus preocupaciones, sin pronunciar palabra y apenas movimiento, para acabar la jornada y contar las monedas con los dedos de una mano. Su maquillaje plateado no ocultaba su ojeroso cansancio, y el temblor de sus piernas, debajo de sus faldas, no ocultaba el frío del invierno.
No sabía que hacer por una persona tan tierna que, sin duda alguna, no buscaba más que dinero para comer, para poder vivir en una vida que margina a los que carecen de él y enloquece a los que no lo necesitan. Yo no tengo dinero, no lo quiero, no lo busco ni lo deseo, y pensé en lo que yo querría recibir en mi cestito de mimbre si lo tuviera.
Volví a recorrer el parque que numerosas veces había recorrido a lo largo de la tarde y comencé a coger flores. La hierba estaba húmeda y fría, y mi espalda arañaba mi interior a cada movimiento, pero no podía parar. Cogí de muchos colores, cualquiera llamaba mi atención, hasta la más fea y moribunda de las flores, aquellas más pequeñitas y pisadas, en las que nadie se fija. Las junté todas en un ramo y las posé suave y lentamente al lado de su cesto. Después de eso la miré fijamente a los ojos y me di cuenta que, a pesar de su madurez, estaban llenos de lágrimas. Me devolvió la mirada y salió de su estado inmóvil para hacerme una reverencia y tocarme con su barita en mi recogido pelo de anciana. Ambas nos dedicamos una bonita sonrisa que pareció durar horas en lo que en verdad fueron segundos, y yo continué mi camino sin ningún rumbo fijo que seguir.
Ese día dormí en el cine Palacio de la música, obra del arquitecto Secundino Zuazo, que cerraron hace años afortunadamente para nosotros. Dormí entre mantas y cartones con Sebas, un joven de Ponferrada que llegó a Madrid arañando por una vida nueva, lleno de incertidumbre y camuflada inocencia. No duró curtido más de un año porque las drogas desviaron su mirada de sus sueños para apagarla lentamente en un calvario sin retorno. Hace tiempo que no se mueve del Palacio de la Música. Se queda ahí todo el día sin ni siquiera removerse entre sus matas, mientras el resto le llevamos comida, agua y medicamentos. Nunca lo he oído hablar, pero los que dicen haberlo oído cuentan que dejó de hacerlo porque solo hablaba para pedir por drogas y sintiéndose verdaderamente enfermo de alma, hizo un intento por mejorarla lo antes posible, y no se le ocurrió otra solución. A veces noto como tiembla dentro de sus matas. Gime y patalea. Cuando eso ocurre, todos procuramos no mirarlo a la cara porque sus ojos se hayan poseídos por la furia y la ira, negros como el más sucio carbón y abiertos sin apenas pestañear, con un gesto de pesada tristeza que te obliga a volverte esclava de sus deseos. Creo que si hubiera tenido un hijo sentiría un amor muy parecido al que siento por Sebas. La necesidad que tengo de cuidarle me hace inmensamente feliz y sentirme viva, con mi corazón latiendo rápida y fuertemente cuando estoy con él.
Esa noche me ofreció unas mantas cerca de su lado y ahí caímos los dos en profundos sueños de paraísos tropicales, con palmeras gigantescas, donde los monos saltan de una a otra para llevar cocos, y si cuentas con una pésima suerte, quizás alguno llegue a caer en tu cabeza. La playa estaría desierta, el roce de la arena en tus pies haría sentirte joven, notando tu piel suave y caliente por el sol, y el agua del mar no sería fría, contaría con la temperatura ideal para refrescarte y bucear, descifrando las maravillas que oculta el fondo marino, formando parte de él, notando que no te ahoga la profundidad… Pero pronto nos despertamos con el ruidoso amanecer, como cada día coches, semáforos, luces se encargan de castigar su belleza y romper la historia de un placentero sueño.
Temerosa, paso mis enfermos días en esta ciudad, llenando mi interior con aquello que sirva de utilidad. Observando todo mi alrededor y aquellos que lo ocupan, siendo cualquiera de vosotros sentados en frente de un televisor, o sacando fotos a la numerosa pobreza para luego ganar una exposición a nivel nacional. Agotaré mis cortos días de vida exprimiendo la ciudad como lo he hecho tantos años. Se que ella acabará conmigo, me dejará sola, en cualquier polvorienta esquina, y pediré a los que me presten ayuda que anhelo fundirme con ella, tanto, como hubiera deseado comprenderla.
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